CUANTO MÁS GRITAS, MENOS TE ENTIENDO (qué es el RECLUTAMIENTO)
¿Recuerda aquel fragmento de Don Juan Tenorio? No, no me refiero al clásico y conocido:
¿No es cierto, ángel de amor,
que en esta apartada orilla
más clara la luna brilla
y se respira mejor?
No, me refiero a aquel otro de la primera escena en el que el burlador sevillano clama:
¡Cuán gritan esos malditos!
¡Pero que el mal rayo me parta
si, en terminando esta carta,
no pagan caros sus gritos!
Es posible que don Juan, impaciente y excitado ante su empeño por dar el primer paso para rendir a doña Inés y ganar así su apuesta a don Luis Mejía, simplemente no pudiese concentrarse con el bullicio estudiantil del carnaval. El maestro José Zorrilla no lo aclara.
Pero también es posible, pues de ficción hablamos, que a don Juan Tenorio le resultasen muy molestos, hasta el límite del dolor, los ruidos intensos. Puestos a fabular, puede que el burlador padeciese una pérdida auditiva de origen coclear –una hipoacusia neurosensorial coclear—y el bullicio le resultase insoportable al presentar reclutamiento, un enemigo a quien no se puede batir a espada ni traición ni siquiera seducir para rendir.
Me doy cuenta de que voy demasiado rápido, a saltos, y que aún no he explicado qué es eso del reclutamiento (venga, haga la gracia de la mili, ¿ya?, sigamos).
Trataré de explicarlo de la manera más sencilla posible. En la cóclea (el sistema con forma de concha de caracol que hay en el oído interno), existen dos tipos de células: las células ciliadas internas (CCI) y las células ciliadas externas (CCE). Las primeras son las que reciben la vibración del sonido y la transforman en un estímulo que viaja hacia el cerebro para ser procesado y reconocido.
¿Y las segundas? Estas son las que nos interesan. Vamos a ver para qué sirven. ¿Ha visto usted alguna vez una procesión de Semana Santa? Habrá visto que los costaleros, cuando han de salir del templo o entrar en él bajan el paso, a veces incluso tienen que arrodillarse, para evitar que la imagen se golpee contra el dintel del pórtico y se descalabre. Superado el pórtico, los costaleros yerguen el paso con orgullo, cuanto más alto mejor, y a veces incluso lo lanzan al aire jugándose las cervicales al recogerlo.
Imagínese que un día hay huelga de costaleros. El Mayordomo se desespera, porque la procesión ha de salir. Un primo suyo, mejor un cuñao, le da la solución: él conoce a unos chavales que por un módico precio podrían portar el paso. El Mayordomo no está muy convencido: eso de procesionar con aficionados sin experiencia…., pero todo sea por que los fieles y los penitentes no se vean decepcionados. Finalmente, cede.
Cargan los chavales neófitos el paso, hacen la levantá, ¡al cielo con ella!, y comienzan a desfilar hacia la salida. Claro que, ni el cuñao ni el Mayordomo se han acordado de algo: nadie ha dicho a los chavales que deben bajar el paso al llegar al pórtico y, efectivamente, la imagen choca con el dintel superior y gran desastre. El Mayordomo es declarado persona non grata en Sevilla y tiene que emigrar. El cuñao no, el cuñao asegura que él ya sabía que iba a suceder pero el otro no le hizo caso.
Bien, pues en el reclutamiento las CCE serían los costaleros. Cuando el sonido es muy bajo, cuando hay que pasar el pórtico, tiran de la membrana basilar y la ponen en contacto con las CCI para que la vibración se transmita bien en intensidad y frecuencia. Cuando el sonido es alto, ahí en la carrera oficial, se estiran, levantan la membrana basilar hasta el cielo (más o menos) y lucen el sonido en todo su esplendor, con su tono y frecuencia correctos.
¿Qué pasa si estas CCE se ponen en huelga, es decir, están dañadas? Nadie hace esa función de controlar la intensidad, de alejar la membrana de las CCI, y sonidos fuertes, aunque no molestos para una persona normoyente, se transmiten sin modular hacia las CCI, provocando una sensación molesta, incluso dolorosa, tan dolorosa como ver a unos mozalbetes destrozando una talla maestra de la imaginería sevillana.
Esa ausencia de mecanismos que modulen la vibración que llega a la cóclea provoca un efecto que puede parecer raro: quienes lo sufren tienen un umbral auditivo más elevado de lo normal (vamos, son sorderas), pero también presentan mayor sensibilidad ante los incrementos de intensidad del ruido. Es decir, si un normoyente empieza a oir a 20 dB y le molestan sonidos a partir de 130 dB, esta persona con las CCE dañadas quizá empiece oir a los 70 dB, pero antes de los 100 dB ya el sonido sea insoportable para ella.
¿No ha notado que muchas personas con mala audición tuercen el gesto cuando el sonido es intenso (aunque para usted no llegue al umbral de doloroso), por ejemplo cuando se les grita? Creo que no habrá encontrado a nadie con pérdida auditiva que le haya pedido que le grite; le habrán pedido que hable algo más alto. Hágalo, eleve un poco el tono de voz y pruebe, y si no, elévelo un poco más, sin gritar, y hable siempre mirándole de frente. Verá como no es necesario castigar sus cuerdas vocales ni provocar una reacción de dolor en el otro.
Quédese con este concepto: en algunos casos de hipoacusia, se produce un estrechamiento del denominado rango dinámico, es decir, el espacio entre las intensidades mínimas que se perciben y las máximas que se soportan. Gritar más no va a solucionar esto, lo va a empeorar, porque llegado un nivel la persona con pérdida auditiva por daño en las CCE sentirá molestia y además los sonidos le llegarán distorsionados, es decir, entenderá mucho peor.
No se comporte como un jovenzuelo inconsciente, recree en su mente la imagen del Cristo de las Aguas destrozada contra el dintel de la puerta de la Capilla del Rosario. No haga usted el cuñao.