EL SÍNDROME DEL EXTRANJERO (solo y aislado en medio de la multitud)
Imagínese que está en un país extranjero cuya lengua desconoce por completo. Ha quedado en un restaurante con un amigo que sí sabe el idioma. Pero su amigo no llega, se retrasa. La gente habla a su alrededor, les oye, pero no les entiende. Se dedica, por tanto, a tratar de interpretarles. Allá hay alguien con cara crispada hablando en tono elevado por su móvil (abroncando a alguien, supone usted). En otra mesa, una pareja se mira y apenas se habla con frases cortas y cortantes (están a punto de romper, está claro). Más allá, en otra mesa, hay tres chicas y dos chicos. Todo son risas y gestos de cariño hacia uno de los chicos. Está claro: es un amigo que, o acaba de volver o están despidiéndole. Se le acerca un camarero, le dice algo sonriente y le señala una mesa vacía. Usted interpreta que le está diciendo que hay mesa libre si quiere sentarse. En precario inglés, contesta: all right, thank you but I am awaiting for my friend. El camarero le mira con cara de póker y se marcha.
Por fin, llega su amigo, qué alivio. Usted le comenta lo que ha adivinado de las conversaciones de los comensales y él se parte de risa: no, el hombre del teléfono no está abroncando a nadie, está contando a su mujer, muy excitado, que acaban de darle un ascenso y que la espera para celebrarlo. La pareja no va a romper, acaban de conocerse y están en la fase de tímido tanteo. En cuanto al grupo de ‘amigos’, el chico al que festejan ejerce la prostitución y ha sido contratado por las chicas para una despedida de soltera desmadrada, y el otro chico es un amigo-traductor. Vaya, 3-0, ni un acierto. ¡Espera, me queda el camarero que viene de nuevo! ¿Mesa libre? Ja, en realidad –traduce su amigo lo que repite el camarero– le está diciendo que se aleje de la mesa, que vienen a comer tres altos cargos políticos y la escolta de seguridad ha exigido que dejen libre el espacio cercano a la mesa. 4-0.
Ríase, pero ésta es la situación que viven a diario muchas personas con pérdida auditiva, con hipoacusia. Y en su propio país. Y conociendo la lengua. Y sin amigo que les salve (o sí, esto lo veremos luego). Lo más chusco es que la gran mayoría de esas personas podrían ‘aprender el idioma’ de manera muy sencilla, esto es, poner los medios para no solo oir, sino además entender.
¿Por qué no lo hacen? Un condicionante fundamental es el estigma que supone reconocer que se padece una hipoacusia. Más que una enfermedad o problema de salud se ve como una lacra vergonzante que hay que ocultar mientras se pueda. Sordo, sordera, tapia, ¿mande?… ¿les ‘suenan’? ¿Quién, haciéndose el gracioso, cuando ha visto alguien con audífono no le ha espetado a voz en grito ¿se entera usted, abuelo? No es algo nuevo. Antes ocurría con la gente con problemas de visión: gafotas, ojos de culo de vaso, cegato, ¿se lo digo en verso?: ‘gafetas cuatro ojos, capitán de los piojos’ Hoy eso casi no se da, las gafas son incluso un complemento de moda: se demanda que nos ayuden a ver bien, pero también que tengan estilo y diseño, que vayan con nuestro corte de cara. Se cambian porque cambia la moda, no porque haya que adaptar la graduación. Incluso ocurre con el cáncer: antes el enfermo se escondía ante los primeros efectos del tratamiento; ahora exhibe su cráneo mondo y lirondo e, incluso, se compra pañuelos de moda para colocárselos en plan pirata de película.
Para el sorderas parece que aún no ha llegado el momento: se le reprocha que ponga la tele alta (¿es que así no la oyes?, claro que sí, joder, pero no entiendo lo que dicen); que continuamente pregunté ¿cómo? ¿qué has dicho?; cuando nos pide que le repitamos ponemos cara de infinita paciencia para soltar desgañitándose ¡¡¡que digo que cada vez estás más sordo!!!, como quien acusa de haber robado o de no lavarse lo suficiente.
La reacción más habitual es el aislamiento. El hipoacúsico se repliega, renuncia a poner la tele a más volumen aunque no se entere da nada (evita así la humillación de que alguien coja el mando, baje el volumen y le afee: “coño, que nos vas a volver locos a todos con la puñetera tele”), abandona los intentos de participar en conversaciones de grupo (aún a costa de pasar por antipático o estúpido: mejor ser idiota que ser sorderas), trata de compensar los vacíos de información en las conversaciones interpretando gestos e intentando leer los labios, lo que da lugar a ¿cómicas? situaciones por los errores de ‘traducción’, que algún allegado suele arreglar con un conmiserativo: “no se lo tengas en cuenta, es que está cada día más sordo”. Porque esa es otra, el hipoacúsico no sabe qué le duele más, si la burla o la compasión.
Ese aislamiento es creciente. El hipoacúsico crea una realidad paralela y se adapta a ella. Todo antes que aguantar sonrisitas (¡que te estoy hablando, que no te enteras!) o dar lástima. La situación irá siempre a peor: el cerebro es un órgano complejo que hay que entrenar (escuchar no es un acto mecánico, sino un complicado proceso neuronal donde un estímulo debe ser percibido, procesado, interpretado, asociado y elaborado antes de generar una respuesta) Se entrena la memoria, la capacidad para el cálculo, el razonamiento abstracto, y también la interpretación del mundo a través de los sentidos. Si privamos al cerebro de los estímulos auditivos, dejarán de ser importantes para él, y los irá colocando en un plano secundario, en favor de otros que sí generan respuestas útiles y comprensibles para desenvolverse en el mundo real.
El hipoacúsico estará así solo entre la multitud, puesto que una parte esencial de la capacidad humana para comunicarse, interpretar el mundo y generar reacciones, estará bloqueada. Se le exigirá que se comporte y actúe como una ‘persona normal’, que es como pedirle a alguien a quien le falta una pierna que compita en los 400 metros vallas. Pero para él, tratar de integrarse en un mundo de normoyentes será un calvario como competir para ese corredor sin una pierna: el resto apenas modificará la zancada para superar las vallas; él se desplazará trabajosamente en el espacio interobstáculos y, cuando llegue a la valla, tendrá que decidir si pararse o arriesgarse a romperse la crisma (interpretar los gestos y responder) saltando con una pierna. La mayoría opta por renunciar a saltar. El estadio le mirará un instante con mofa o con pena, pero de inmediato girará su atención para ver quién, entre los normales, gana.
¿Le parece exagerado hablar de ese aislamiento? Haga una prueba: colóquese durante unos días tapones protectores del ruido en ambos oídos. Será una aproximación ligera, puesto que esos tapones, como mucho, provocarán una atenuación de 35-40 dB, es decir, le situarían en un grado leve a moderado de pérdida (su umbral auditivo estaría en 50-60 db, no en 20). Aún así, salga a la calle, intente hacer su vida normal. Unos días, solo unos días. Le apuesto lo que quiera a que no aguanta más de una hora.
Trate después de esta prueba de comprender cómo puede ser el día a día para alguien que no tenga ese umbral de audición en 60, sino en 70 u 80 o más. Por establecer unas referencias: una aspiradora emite unos 70 dB, el tráfico intenso unos 75, la sirena cercana de un coche de policía, alrededor de 80 dB…
Pero, como le decía antes, como en el ‘síndrome del extranjero’ del que hablaba al inicio, el hipoacúsico también puede encontrar un ‘amigo’ que le enseñe ‘el idioma’ que él no entiende. Porque el hipoacúsico no necesita comprensión, sino solución.
Actualmente las prótesis auditivas han superado de largo esa fase en que eran meros amplificadores de sonido. Existen maravillas como los implantes cocleares, y, en el campo de las prótesis no implantables, los audífonos, desde la llegada de la tecnología digital y los nuevos métodos de programación están experimentando un avance espectacular en cuanto a prestaciones, tratamiento del sonido, segmentación de frecuencias e intensidades, tamaño, fiabilidad…
Por tanto, si tiene algún familiar o amigo que padece hipoacusia, hágale un favor: tóquele el hombro para captar su atención y dígale, en tono algo más elevado de lo normal (pero sin gritos, por favor, en otro capítulo le diré por qué): ¿sabes que es muy posible que con uno o dos audífonos puedas salir de tu soledad y volver entre nosotros? ¿por qué en vez de dejarte ir cada vez a peor no lo intentas? Puede que el hipoacúsico se encoja de hombros y replique ‘¡pa lo que hay que oir!
Si esto sucede, colóquese detrás y dígale: ‘si no quieres que te dé una hostia, dime: no quiero que me des una hostia’. Cuando no responda, désela, y cuando se vuelva indignado a devolvérsela, dígale: ‘imagínate que en vez de una hostia, lo que te viene por detrás es un camión al que no has oído llegar’. Eso lo entiende hasta un sorderas.
Le garantizo una cosa: si le convence y se pone en manos de profesionales (ya le enseñaré a distinguirlos de los cantamañanas y timadores) a partir de ese momento usted será el amigo que le cambió la vida. Como lo oye.